Dios poseido por la vida
Dios, siendo todopoderoso e incomprensible,
ni impera, sino que vive.
Su poder no está en la distancia ni en la perfección,
sino en la entrega total al flujo de la existencia.
No es poder lo que extiende, sino que se rinde ante el flujo natural de la vida,
donde es la vida quien lo posee, o la vida está poseída por él.
Ambos son el mismo pulso:
una corriente sin origen ni destino,
que se basta a sí misma para seguir siendo.
Son la misma cuerda en un bucle:
sin comienzo ni final, se sostiene en sí misma.
No hay dualidad, sino un solo ser:
uno es la sangre y el otro el cuerpo,
uno conciencia y el otro naturaleza.
Pensar en Dios gobernando la vida no es la vía correcta:
no hay gobierno, sino rendición.
La vida no se deja gobernar.
Se desborda, se extiende, se transforma.
Dios no crea el río, ni el árbol que se mece.
Dios es la corriente y el viento,
las hojas y las rocas,
la tierra bajo nosotros y nuestra sangre.
Nos conecta en la conciencia.
Y en esta amplia dimensión que se extiende sobre toda la existencia,
Dios se vuelve salvaje, como su naturaleza lo es.
La vida es eso: no sigue reglas ni sentido.
Su orden es el del fuego, no el del cálculo;
su sabiduría es la del caos que todo lo engendra.
Así, lo divino lleva dentro una forma de brutalidad:
la fuerza que crea destruyendo,
la luz que nace del desorden.
El salvajismo no es ausencia de Dios:
es su respiración más antigua.
La brutalidad que vemos en los animales, esa crudeza con que devoran, con que sobreviven,
no contradice la grandeza de la vida.
Del mismo modo, la imperfección del mundo no contradice a Dios:
lo revela.
Porque si la vida lo posee,
No hay pecado en el rugido, ni error en la tempestad.
Nosotros, los animales conscientes,
somos la herencia de ese Dios que decidió sentirse vivo.
Somos Dios viendo hacia sí mismo,
derivando en nosotros el sentido de entenderse.
Somos la vida que se piensa, que se observa,
que se pregunta por qué duele ser.
Pero el dolor no es castigo:
es la manera en que la totalidad se experimenta a sí misma en fragmentos.
Cuando sufrimos, Dios siente.
Cuando amamos, Dios recuerda por qué quiso existir.
El azar, tan temido por la mente humana,
no es enemigo del sentido:
es su raíz.
El caos que nos precipita a la entropía
no es contrario a nosotros:
es nuestra libertad.
Cada accidente, cada nacimiento, cada pérdida,
son movimientos del mismo cuerpo universal,
respirando sin plan y sin pausa.
Ser todopoderoso no significa poder controlarlo todo:
significa ser todo sin resistirse.
Por eso la divinidad incluye la vulnerabilidad:
estar vivo es estar expuesto a todo; es sentir.
Dios no domina la vida, sino que la vive.
Y en esa entrega absoluta, su poder es completo:
no hay nada fuera de su dolor ni fuera de su gozo.
Su grandeza no consiste en la perfección, sino en la plenitud.
Cada instante, incluso el más brutal,
es una forma de oración.
Cada criatura es una célula de su conciencia infinita.
Y nosotros, los que pensamos y dudamos,
somos su intento de entender.
Dios, poseído por la vida,
no exige comprensión; solo presencia.
El sentido de la vida no está en ningún lado,
ni en la divinidad que hemos narrado:
está en la vida misma.
El universo no obedece: danza.
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