¿Y cuando colapsa el cuerpo, qué hacemos?
No les hablo de fracturas ni de heridas que desbordan sangre, dolorosas y profundas como una grieta en las más firmes estructuras,
sino de la desarticulación de cada espacio entre nuestros átomos, del desarme de cada neurona, de la división interminable del llanto que se produce cuando los más oscuros menesteres del hombre deshacen el más bello vivir del alma inocente y pura.
Es despertar con cada sol. Sol que ya no intenta ser majestuoso,
después de vigilar la luna hasta su último instante,
cuando ya nunca es mágica como fue.
Es llorar sin botar gota alguna,
alguna gota que al cuerpo nunca vuelve,
despedida por la infinidad de azul grisáceo,
para renovar las tristezas que agrietan el alma.
Es tambalearse entre el odio y la indignación cuando, al partir del sueño, la realidad es más turbulenta que las más endiabladas pesadillas;
donde los hombres, si acaso aún fueran hombres.
han deshecho hasta la más pequeña de nuestras esperanzas.
Donde estos mismos demonios, con cuerpo de hombres pero sin almas,
son capaces de disolver la esperanza
en el fétido olor de los cadáveres inocentes que aún gritan pidiendo justicia.
¿Y qué hacemos entonces?
Yo, para ser honesto, aún no encuentro respuesta alguna.
Sin embargo, gracias a Galeano aprendí a poner un ojo en el microscopio y otro en el telescopio.
Así logro amarrar mis coyunturas cuando el cuerpo, por partes, decide dispersarse entre las dolencias del alma.
Grito con mi voz más fuerte:
somos más que un cuerpo, más que una estructura simple.
Somos la fuerza que, cuando se aferra a un fin justo y noble,
se funde con la tierra
y puede hacer gritar al San Cristóbal por el dolor de la injusticia.
Porque, aunque sufrimos por aparte,
el dolor es compartido,
y es así como unos cuantos átomos
pueden transformar una nación.
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